Amor En Linea En Colcha (La Paz)











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El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de Amor en linea en Colcha (La Paz) caso que para él había dejado de ser urgente desde hacía muchos años. En el suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la muerte.

Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un foco ordinario cubierto de papel rojo. Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente.

Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecía tal vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia. Su torso y sus brazos tenían una envergadura de galeote por el trabajo de las muletas, pero sus piernas inermes parecían de huérfano.

El doctor Juvenal Urbino lo contempló un instante con el corazón adolorido como muy pocas veces en los largos años de su contienda estéril contra la muerte. Ya lo peor había pasado.

Volvió a cubrirlo con la manta y recobró su prestancia académica. Sin embargo, su sapiencia demasiado ostensible y el modo nada ingenuo de manejar el poder de su nombre le habían valido menos afectos de los que merecía. No había que hacer autopsia.

Ante una reticencia del comisario, lo paró con una estocada típica de su modo de ser: "No se olvide que soy yo el que firma el certificado de defunción". Y sólo al decirlo cayó en la cuenta de que entre los incontables suicidios que recordaba, aquel era el primero con cianuro que no había sido causado por un infortunio de amores.

Luego habló con el comisario como lo hubiera hecho con un subalterno. Le ordenó que sortearan todas las instancias para que el entierro se hiciera esa misma tarde y con el mayor sigilo.

Dijo: "Yo hablaré después con el alcalde". Yo me hago cargo de todo. Dijo: "Si es necesario, yo hablaré con el gobernador". El comisario, disgustado con su propia impertinencia, trató de excusarse.

Pero esos son asuntos de Dios. Remotas, al otro lado de la ciudad colonial, se escucharon las campanas de la catedral llamando a la misa mayor. El doctor Urbino se puso los lentes de media luna con montura de oro, y consultó el relojito de la leontina, que era cuadrado y fino, y su tapa se abría con un resorte: estaba a punto de Amor en linea en Colcha (La Paz) la misa de Pentecostés.

En el escritorio, junto a un tarro con varias cachimbas de lobo de mar, estaba el tablero de ajedrez con una partida inconclusa. Sabía que era la partida de la noche anterior, pues Jeremiah de SaintAmour jugaba todas las tardes de la semana y por lo menos con tres adversarios distintos, pero llegaba siempre hasta el final y guardaba después el tablero y las fichas en su caja, y guardaba la caja en una gaveta del escritorio.

Sólo conozco un hombre capaz de componer esta emboscada maestra. Poco después acudió el comisario con el practicante, y ambos habían hecho un registro de la casa en busca de alguna evidencia contra el aliento inconfundible de las almendras amargas.

Entonces se acordó del comisario y del médico joven, y les sonrió desde las brumas de la pesadumbre. Era una verdad a medias, pero ellos la creyeron completa porque él les ordenó levantar una baldosa suelta del piso y allí encontraron una libreta de cuentas muy usada donde estaban las claves para abrir la caja fuerte. No había tanto dinero como pensaban, pero lo había de sobra para los gastos del entierro y para saldar otros compromisos menores.

El doctor Urbino era entonces consciente de que no alcanzaría a llegar a la catedral antes del Evangelio. Pero Dios entiende. También avisaría a sus compinches de ajedrez, entre los cuales había desde profesionales insignes hasta menestrales sin nombre, y a otros amigos menos asiduos, pero que tal vez quisieran asistir al entierro.

Antes de conocer la carta postuma había resuelto ser el primero, pero después de leerla no estaba seguro de nada. En el bolsillo llevaba siempre una almohadilla de alcanfor que aspiraba a fondo cuando nadie lo estaba viendo, para quitarse el miedo de tantas medicinas revueltas.

Era también un lector atento de las novedades literarias que le mandaba por correo su librero de París, o las que le encargaba de Barcelona su librero local, aunque no seguía la literatura de lengua castellana con tanta atención como la francesa. En todo caso, nunca las leía por la mañana, sino después de la siesta durante una hora, y por la noche antes de dormir.

Terminado el estudio, hacía quince minutos de ejercicios respiratorios en el baño, frente a la ventana abierta, respirando siempre hacia el lado por donde cantaban los gallos, que era donde estaba el aire nuevo.

Raras veces no tenía después de la clase un compromiso relacionado con sus iniciativas cívicas, o con sus milicias católicas, o con sus invenciones artísticas y sociales.

Luego leía durante una hora los libros recientes, en especial novelas y estudios históricos, y le daba lecciones de francés y de canto al loro doméstico que desde hacía años era una atracción local. A las cuatro salía a visitar a sus enfermos, después de tomarse un jarro grande de limonada con hielo. A pesar de la edad se resistía a recibir a los pacientes en el consultorio, y seguía atendiéndolos en sus casas, como lo hizo siempre, desde que la ciudad era tan doméstica que podía irse caminando a cualquier parte.

Aunque se negaba a retirarse, era consciente de que sólo lo llamaban para atender casos perdidos, pero él consideraba que también eso era una forma de especialización. Decía: "El bisturí es la prueba mayor del fracaso de la medicina". De todos modos fue siempre un médico caro y excluyente, y su clientela estuvo concentrada en las casas solariegas del barrio de los Virreyes.

Tenía una jornada tan metódica, que su esposa sabía dónde mandarle un recado si surgía algo urgente durante el recorrido de la tarde. De joven se demoraba en el Café de la Parroquia antes de volver a casa, y así perfeccionó su ajedrez con los cómplices de su suegro y con algunos refugiados del Caribe.

Pero desde los albores del nuevo siglo no volvió al Café de la Parroquia y trató de organizar torneos nacionales patrocinados por el Club Social. Fue esa la época en que vino Jeremiah de SaintAmour, ya con sus rodillas muertas y todavía sin el oficio de fotógrafo de niños, y antes de tres meses era conocido de todo el que supiera mover un alfil en un tablero, porque nadie había logrado ganarle una partida.

Para el doctor Juvenal Urbino fue un encuentro milagroso, en un momento en que el ajedrez se le había convertido en una pasión indomable y ya no le quedaban muchos adversarios para saciarla. Gracias a él, Jeremiah de Saint-Amour pudo ser lo que fue entre nosotros.

El doctor Urbino se convirtió en su protector incondicional, en su fiador de todo, sin tomarse siquiera el trabajo de averiguar quién era, ni qué hacía, ni de qué guerras sin gloria venía en aquel estado de invalidez y desconcierto. Todo fue por el ajedrez. Al principio jugaban a las siete de la noche, después de la cena, con justas ventajas para el médico por la superioridad notable del adversario, pero con menos ventajas cada vez, hasta que estuvieron parejos.

Entonces se había hecho tan amigo del médico, que éste lo acompañaba al cine, pero siempre sin la esposa, en parte porque ella no tenía paciencia para seguir el hilo de los argumentos difíciles, y en parte porque siempre le pareció, por puro olfato, que Jeremiah. Su día diferente era el domingo. Asistía a la misa mayor en la catedral, y luego volvía a casa y permanecía allí descansando y leyendo en la terraza del patio.

Pocas veces salía a ver un enfermo en un día de guardar, como no fuera de extrema urgencia, y desde hacía muchos años no aceptaba un compromiso social que no fuera muy obligante. Aquel día de Pentecostés, por una coincidencia excepcional, habían concurrido dos acontecimientos raros: la muerte de un amigo y las Amor en linea en Colcha (La Paz) de plata de un discípulo eminente.

Sin embargo, en vez de regresar a casa sin rodeos, como lo tenía previsto después de certificar la muerte de Jeremiah de Saint-Amour, se dejó arrastrar por la curiosidad. Tan pronto como subió en el coche hizo un repaso urgente de la carta postuma, y ordenó al cochero que lo llevara a una dirección difícil en el antiguo barrio de los esclavos. No lo había: la dirección era clara, y quien la había escrito tenía motivos de sobra para conocerla muy bien. El doctor Urbino volvió entonces a la primera hoja, y se sumergió otra vez en aquel manantial de revelaciones indeseables que habrían podido cambiarle la vida, aun a su edad, si hubiera logrado convencerse a sí mismo de que no eran los delirios de un desahuciado.

En la Plaza de la Catedral, donde apenas se distinguía la estatua de El Libertador entre las palmeras africanas y las nuevas farolas de globos, había un embotellamiento de automóviles por la salida de misa y no quedaba un lugar disponible en el venerable y ruidoso Café de la Parroquia. El cochero tuvo que dar muchas vueltas y preguntar varias veces para encontrar la dirección. El doctor Urbino reconoció de cerca la pesadumbre de las ciénagas, su silencio fatídico, sus ventosidades de ahogado que tantas madrugadas de insomnio subían hasta su dormitorio revueltas con la fragancia de los jazmines del patio, y que él sentía pasar como un viento de ayer que nada tenía que ver con su vida.

Pero aquella pestilencia tantas veces idealizada por la nostalgia se convirtió en una realidad insoportable cuando el coche empezó a dar saltos por el lodazal de las calles donde los gallinazos se disputaban los desperdicios del matadero arrastrados por el mar de leva. A diferencia de la ciudad virreinal, cuyas casas eran de mampostería, allí estaban hechas de maderas descoloridas y techos de cinc, y la mayoría se asentaban sobre pilotes para que no se metieran las crecientes de los albañales abiertos heredados de los españoles.

Cuando por fin encontraron la dirección, el coche iba perseguido por pandillas de niños desnudos que se burlaban de los atavíos teatrales del cochero, y éste tenía que espantarlos con la fusta. El cochero hizo sonar la aldaba, y sólo cuando comprobó que era la dirección correcta ayudó al médico a descender del coche.

El portón se había abierto sin ruido, y en la penumbra interior estaba una mujer madura, vestida de negro absoluto y con una rosa roja en la oreja. El doctor Urbino no la reconoció, aunque la había visto varias veces entre las nebulosas de las partidas de ajedrez en la oficina del fotógrafo, y en alguna ocasión le había recetado unas papeletas de quinina para las fiebres tercianas. Le tendió la mano, y ella se la tomó entre las suyas, menos para saludarlo que para ayudarlo a entrar.

La sala tenía el clima y el murmullo invisible Amor en linea en Colcha (La Paz) una floresta, y estaba atiborrada de muebles y objetos primorosos, cada uno en su sitio natural. La mujer se sentó frente a él y le habló en un castellano difícil. No lo esperaba tan pronto. Así era. Se habían conocido en un hospital de caminantes de Port-au-Prince, donde ella había nacido y donde él había pasado sus primeros tiempos de fugitivo, y lo siguió hasta aquí un año después Amor en linea en Colcha (La Paz) una visita breve, aunque ambos sabían sin ponerse de acuerdo que venía a quedarse para siempre.

Ella se ocupaba de mantener la limpieza y el orden del laboratorio una vez por semana, pero ni los vecinos peor pensados confundieron las apariencias con la verdad, porque suponían como todo el mundo que la invalidez de Jeremiah. El mismo doctor Urbino lo suponía por razones médicas bien fundadas, y nunca habría creído que tuviera una mujer si él mismo no se lo hubiera revelado en la carta.

De todos modos le costaba trabajo entender que dos adultos libres y sin pasado, al margen de los prejuicios de una sociedad ensimismada, hubieran elegido el azar de los amores prohibidos.

Ella se lo explicó: "Era su gusto". Al contrario: la vida le había demostrado que tal vez fuera ejemplar. La noche anterior habían ido al cine, cada uno por su cuenta y en asientos separados, como iban por lo menos dos veces al Amor en linea en Colcha (La Paz) desde que el inmigrante italiano don Galileo Daconte instaló un salón a cielo abierto en las ruinas de un convento del siglo xvii. Vieron una película basada en un libro que había estado de moda el año anterior, y que el doctor Urbino había leído con el corazón desolado por la barbarie de la guerra: Sin novedad en el frente.

El médico comprendió entonces que el contendor de la partida final había sido ella y no el general Jerónimo Argote, como él lo había supuesto. Ella insistió en que el mérito no era suyo, sino que Jeremiah de Saint-Amour, extraviado ya por las brumas de la muerte, movía las piezas sin amor. El médico no podía creerlo. No sólo lo sabía, confirmó ella, sino que lo había ayudado a sobrellevar la agonía con el mismo amor con que lo había ayudado a descubrir la dicha.

El Amor en linea en Colcha (La Paz) Urbino, que creía haberlo oído todo, no había oído nunca nada igual, y dicho de un modo tan simple. Jeremiah de Saint-Amour amaba la vida con una pasión sin sentido, amaba el mar y el amor, amaba a su perro y a ella, y a medida que la fecha se acercaba había ido sucumbiendo a la desesperación, como si su muerte no hubiera sido una resolución propia sino un destino inexorable.

Había querido llevarse el perro, pero él lo contempló adormilado junto a las muletas y lo acarició con la punta de los dedos. Dijo: "Lo siento, pero Mister Woodrow Wilson se va conmigo". Le pidió a ella que lo amarrara en la pata del catre mientras él escribía, y ella lo hizo con un nudo falso para que pudiera soltarse.

Pero el doctor Urbino la interrumpió para contarle que el perro no se había soltado. Ella dijo: "Entonces fue porque no quiso". Había llegado a su casa poco después de la medianoche. Se tendió a fumar en la cama, vestida, encendiendo un cigarrillo con la colilla del otro para dar tiempo a que él terminara la carta que ella sabía larga y difícil, y poco antes de las tres, cuando empezaron a aullar los perros, puso en el fogón el agua para el café, se vistió de luto cerrado y cortó en el patio la primera rosa de la madrugada.

Aquella frase persiguió al doctor Juvenal Urbino en el camino de regreso a su casa: "Este moridero de pobres". No era una calificación gratuita. Era la misma muchedumbre impetuosa que el resto de la semana se infiltraba en las plazas y callejuelas de los barrios antiguos, con ventorrillos de cuanto fuera posible comprar y vender, y le infundían a la ciudad muerta un frenesí de feria humana olorosa a pescado frito: una vida nueva.

La independencia del dominio español, y luego la abolición de la esclavitud, precipitaron el estado de decadencia honorable en que nació y creció el doctor Juvenal Urbino. Adentro, en los frescos dormitorios saturados de incienso, las mujeres se guardaban del sol como de un contagio indigno, y aun en las misas de madrugada se tapaban la cara con la mantilla. Sus amores eran lentos y difíciles, perturbados a menudo por presagios siniestros, y la vida les parecía interminable.

Pues la vida propia de la ciudad colonial, que el joven Juvenal Urbino solía idealizar en sus melancolías de París, era entonces una ilusión de la memoria. Varias veces al año se concentraban en la bahía las flotas de galeones cargados con los caudales de Potosí, de Quito, de Veracruz, y la ciudad vivía entonces los que fueron sus años de gloria.

Al otro lado de la bahía, en el barrio residencial de La Manga, la casa del doctor Juvenal Urbino estaba en otro tiempo. Era grande y fresca, de una sola planta, y con un pórtico de columnas dóricas en la terraza exterior, desde la cual se dominaba el estanque de miasmas y escombros de naufragios de la bahía.

La sala era amplia, de cielos muy altos como toda la casa, con seis ventanas de cuerpo entero sobre la calle, y estaba separada del comedor por una puerta vidriera, enorme e historiada, con ramazones de vides y racimos y doncellas seducidas por caramillos de faunos en una floresta de bronce.

En toda la casa se notaba el juicio y el recelo de una mujer con los pies bien plantados sobre la tierra. Allí, alrededor del escritorio de nogal de su padre, y de las poltronas de cuero capitonado, hizo cubrir los muros y hasta las ventanas con anaqueles vidriados, y colocó en un orden casi demente tres mil libros idénticos empastados en piel de becerro y con sus iniciales doradas en el lomo. Al contrario de las otras estancias, que estaban a merced de los estropicios y los malos alientos del puerto, la biblioteca tuvo siempre el sigilo y el olor de una abadía.

Nacidos y criados bajo la superstición caribe de abrir puertas y ventanas para convocar una fresca que no existía en la realidad, el doctor Urbino y su esposa se sintieron al principio con el corazón oprimido por el encierro. Pero terminaron por convencerse de las bondades del método romano contra el calor, que consistía en mantener las casas cerradas en el sopor de agosto para que no se metiera el aire ardiente de la calle, y abrirlas por completo para los vientos de la noche.

Era también la mejor protegida de diciembre a marzo, cuando los alisios del norte desbarataban los tejados, y se pasaban la noche dando vueltas como lobos hambrientos alrededor de la casa en busca de un resquicio para meterse. En todo caso, el doctor Urbino no lo era aquella mañana, cuando volvió a su casa antes de las diez, trastornado por las dos visitas que no sólo le habían hecho perder la misa de Pentecostés, sino que amenazaban con volverlo distinto a una edad en que ya todo parecía consumado.

Había sido amaestrado por el doctor Urbino en persona, y eso le había valido privilegios que nadie tuvo nunca en la familia, ni siquiera los hijos cuando eran niños. Las cantaba con voz de mujer, si eran las de ella, y con voz de tenor, si eran de él, y terminaba con unas carcajadas libertinas que eran el espejo magistral de las que soltaban las sirvientas cuando lo oían cantar en francés.

La fama de sus gracias había llegado tan lejos, que a veces pedían permiso para verlo algunos visitantes distinguidos que venían del interior en los buques fluviales, y en una ocasión trataron de comprarlo a cualquier precio unos turistas ingleses de los muchos que pasaban por aquella época en los barcos bananeros de Nueva Orleans. El hecho de que el loro hubiera mantenido sus privilegios después de ese desplante histórico había sido la prueba final de su fuero sagrado. Decía que quienes los amaban en exceso eran capaces de las peores crueldades con los seres humanos.

Durante algunos años, encadenado por la cintura en el mango del patio, hubo un mico amazónico que suscitaba una cierta compasión porque tenía el semblante atribulado del arzobispo Obdulio y Rey, y el mismo candor de sus ojos y la elocuencia de sus manos, pero no fue por eso que Fermina Daza se deshizo de él, sino por su mala costumbre de Amor en linea en Colcha (La Paz) en honor de las señoras. Otra vez compraron en los veleros de los contrabandistas de Curazao una jaula de alambre con seis cuervos perfumados, iguales a los que Fermina Daza había tenido de niña en la casa paterna, y que quería seguir teniendo de casada.

Pero nadie pudo soportar los aleteos continuos que saturaban la casa con sus efluvios de coronas de muertos. Pero una tarde de lluvias, al término de una jornada agotadora, encontró en la casa un desastre que lo puso en la realidad. Desde la sala de visitas hasta donde alcanzaba la vista, había un reguero de animales muertos flotando en una ciénaga de sangre. Pero se opuso a la compra de un perro bravo, vacunado o no, suelto o encadenado, aunque los ladrones los dejaran en cueros.

Lo dijo para poner término a las argucias de su mujer, Amor en linea en Colcha (La Paz) otra vez en comprar un perro, y sin imaginar siquiera que aquella generalización apresurada había de costarle la vida. Durante muchos años le cortaban las plumas de las alas y lo dejaban suelto, caminando a gusto con su andar cascorvo de jinete viejo.

No habían logrado alcanzarlo en tres horas. El doctor Urbino apenas alcanzaba a distinguirlo entre las frondas, y trató de convencerlo en español y francés, y aun en latín, y el loro le contestaba en los mismos idiomas y con el mismo énfasis y el mismo timbre de voz, pero no se movió del cogollo.

Estaban de moda, hasta el punto de que en las escuelas se suspendían las clases cuando se oían las campanas de las iglesias tocando a rebato, para que los niños fueran a verlos combatir el fuego. Pero el doctor Urbino les contó a las autoridades municipales que en Hamburgo había visto a los bomberos resucitar a un niño que encontraron congelado en un sótano después de una nevada de tres días. Fue así como los bomberos locales aprendieron a prestar otros servicios de emergencia, como forzar cerraduras o matar culebras venenosas, y la Escuela de Medicina les impartió un curso especial de primeros auxilios en accidentes menores.

El doctor Urbino dijo: "Díganles que es de parte mía". Y se fue al dormitorio a vestirse para el almuerzo de gala. La verdad era que en ese momento, abrumado por la carta de Jeremiah de SaintAmour, la suerte del loro lo tenía sin cuidado.

Fermina Daza se había puesto un camisero de seda, amplio y suelto, con el talle en las caderas, se había puesto un collar de perlas legítimas con seis vueltas largas y desiguales, y unos zapatos de raso con tacones altos que sólo usaba en ocasiones muy solemnes, pues ya los años no le daban para tantos abusos.

Se sentía bien: lejos iban quedando los siglos de los corsés de hierro, las cinturas restringidas, las ancas alzadas con artificios de trapo. Los cuerpos liberados, respirando a gusto, se mostraban como eran. Aun a los setenta y dos años. Desde el regreso del viaje de bodas, Fermina Daza escogía la ropa de su marido de acuerdo con el tiempo y la ocasión, y la ponía en orden sobre una silla desde la noche anterior para que la encontrara lista cuando saliera del baño.

Acababan de celebrar las bodas de oro matrimoniales, y no sabían vivir ni un instante el uno sin el otro, o sin pensar el uno en el otro, y lo sabían cada vez menos a medida que se recrudecía la vejez.

Ni él ni ella podían decir si esa servidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad, pero nunca se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos preferían desde siempre ignorar la respuesta. Ella había ido descubriendo poco a poco la incertidumbre de los pasos de su marido, sus trastornos de humor, las fisuras de su memoria, su costumbre reciente de sollozar dormido, pero no los identificó como los signos inequívocos del óxido final, sino como una vuelta feliz a la infancia.

Por eso no lo trataba como a un anciano difícil sino como a un niño senil, y aquel engaño fue providencial para ambos porque los puso a salvo de la compasión. Pero si algo habían aprendido juntos era que la sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada. Fermina Daza había soportado de mal corazón, durante años, los amaneceres jubilosos del marido. Lo oía despertar con los gallos, y su primera señal de vida era una tos sin son ni ton que parecía a propósito para que también ella despertara.

Lo oía rezongar, sólo por inquietarla, mientras buscaba a tientas las pantuflas que debían de estar junto a la cama. Lo oía abrirse paso hasta el baño tantaleando en la oscuridad. Al cabo de una hora en el estudio, cuando ella se había dormido de nuevo, lo oía regresar a vestirse todavía sin encender la luz.

Alguna vez, en un juego de salón, le preguntaron cómo se definía a sí mismo, y él había dicho: "Soy un hombre que se viste en las tinieblas". Ella lo oía a sabiendas de que ninguno de aquellos ruidos era indispensable, y que él los hacía a propósito fingiendo lo contrario, así como ella estaba despierta fingiendo no estarlo.

El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del menor ruido que él hiciera, y que inclusive se lo habría agradecido, para tener a quien echarle la culpa de despertarla a las cinco del amanecer.

Tanto era así, que en las pocas ocasiones en que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: "Las dejaste anoche en el baño". Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía: -La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir. Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz con su primera victoria del día.

En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio, en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz. Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza.

Pero estaba a medio sueño, como siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el doctor Urbino habló consigo mismo: -Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón -dijo.

Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes, cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio.

Como siempre, se defendió atacando: Pues yo me he bañado todos estos días -gritó fuera de sí- y siempre ha habido jabón. Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio.

Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Él no estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para atormentarla.

Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como arbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos estribos tenía, los perdió con un grito histórico: -iA la mierda el señor arzobispo!

Él no tuvo valor para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño, pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que éstos se dieran cuenta de que no se hablaban.

Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales, porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido.

Ella se acostó a su lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. Ella lo sacudió por el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular: -Déjame aquí -dijo. Sí había jabón. Aun cuando ya eran viejos y apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas cicatrizadas volvían a sangrar como si fueran de ayer.

Él fue el primer hombre al que Fermina Daza oyó orinar. Lo oyó la noche de bodas en el camarote del barco que los llevaba a Francia, mientras estaba postrada por el mareo, y el ruido de su manantial de caballo le pareció tan potente e investido de tanta autoridad, que aumentó su terror por los estragos que temía. Aquel recuerdo volvía con frecuencia a su memoria, a medida que los años iban debilitando el manantial, porque nunca pudo resignarse a que él dejara mojado el borde de la taza cada vez que la usaba.

Decía: "El inodoro tuvo que ser inventado por alguien que no sabía nada de hombres". Ella lo sabía, pero nunca decía nada mientras no eran demasiado evidentes los vapores amoniacales dentro del baño, y entonces los proclamaba como el descubrimiento de un crimen: "Esto apesta a criadero de conejos".

Ya para entonces se bastaba muy mal de sí mismo, y un resbalón en el baño que pudo ser fatal lo puso en guardia contra la ducha. La casa, con ser de las modernas, carecía de la bañera de peltre con patas de león que era de uso ordinario en las man- siones de la ciudad antigua. Después de bañarlo, Fermina Daza lo ayudaba a vestirse, le echaba polvos de talco entre las piernas, le untaba manteca de cacao en las escaldaduras, le ponía los calzoncillos con tanto amor como si fueran un pañal, y seguía vistiéndolo pieza por pieza, desde las medias hasta el nudo de la corbata con el prendedor de topacio.

Los amaneceres conyugales se apaciguaron, porque él Amor en linea en Colcha (La Paz) a asumir la niñez que le habían quitado sus hijos. Ella, por su parte, terminó en consonancia con el horario familiar, porque también para ella pasaban los años: dormía cada vez menos, y antes de cumplir los setenta despertaba primero que el esposo.

Fue como si después de tantos años de familiaridad con la muerte, después de tanto combatirla y manosearla por el derecho y el revés, aquella hubiera sido la primera vez en que se atrevió a mirarla a la cara, y también ella lo estaba mirando.

No: el miedo estaba dentro de él desde hacía muchos años, convivía con él, era otra sombra sobre su sombra, desde una noche en que despertó turbado por un mal sueño y tomó conciencia de que la muerte no era sólo una probabilidad permanente, como lo había sentido siempre, sino una realidad inmediata.

En cambio, lo que había visto aquel día era la presencia física de algo que hasta entonces no había pasado de ser una certidumbre de la imaginación. Se alegró de que el instrumento de la Divina Providencia para aquella revelación sobrecogedora hubiera sido Jeremiah.

Pero cuando la carta le reveló su identidad verdadera, su pasado siniestro, su inconcebible poder de artificio, sintió que algo definitivo y sin regreso había ocurrido en su vida. Sin embargo, Fermina Daza no se dejó contagiar por su humor sombrío. Él lo intentó, desde luego, mientras ella lo ayudaba a meter las piernas en los pantalones y le cerraba la larga botonadura de la camisa.

Sabía apenas que Jeremiah. Imagínate que hasta había comido carne humana. Le dio la carta cuyos secretos quería llevarse a la tumba, pero ella guardó los pliegos doblados en el tocador, sin leerlos, y cerró la gaveta con llave. Pero aquella vez había rebasado sus propios límites.

Lo que me indigna no es lo que fue ni lo que hizo, sino el engaño en que nos mantuvo a todos durante tantos años. Le abrochó el reloj de leontina en el ojal del chaleco. Le remató el nudo de la corbata y le puso el prendedor de topacio. Las once campanadas del reloj de péndulo resonaron en el estanque de la casa. Vamos a llegar tarde. El patio era igual al claustro de una abadía, con una fuente de piedra que cantaba en el centro y canteros de heliotropos que perfumaban la casa al atardecer, pero el espacio de las arcadas no era suficiente para tantos apellidos tan grandes.

Construyeron también una tarima para una banda de instrumentos de viento con un programa restringido de contradanzas y valses nacionales, y para un cuarteto de cuerda de la escuela de Bellas Artes, que era una sorpresa de la señora Olivella para el maestro venerable de su marido, que había de presidir el almuerzo. Aunque la fecha no correspondía en rigor con el aniversario de la graduación, escogieron el domingo de Pentecostés para magnificar el sentido de la fiesta. Los preparativos habían empezado tres meses antes, por temor de que algo indispensable se quedara sin hacer por falta de tiempo.

Hicieron traer las gallinas vivas de la Ciénaga de Oro, famosas en todo el litoral no sólo por su tamaño y su delicia, sino porque en los tiempos de la Colonia picoteaban en tierras de aluvión, y les encontraban en la molleja piedrecitas de oro puro. Todo lo había previsto, salvo que la fiesta era un domingo de junio en un año de lluvias tardías. Cayó en la cuenta de semejante riesgo en la mañana del mismo día, cuando salió para la misa mayor y se asustó con la humedad del aire, y vio que el cielo estaba denso y bajo y no se alcanzaba a ver el horizonte del mar.

Sin embargo, al toque de las doce, cuando ya muchos de los invitados tomaban los aperitivos al aire libre, el estampido de un trueno solitario hizo temblar la tierra, y un viento de mala mar desbarató las mesas y se llevó los toldos por el aire, y el cielo se desplomó en un aguacero de desastre. Hacía un calor de caldera de barco, pues habían tenido que cerrar las ventanas para impedir que se metiera la lluvia sesgada por el viento.

En el patio, cada lugar de la mesa tenía una tarjeta con el nombre del invitado, y estaba previsto un lado para los hombres y otro para las mujeres, como era la costumbre. Pero las tarjetas con los nombres se confundieron dentro de la casa, y cada quien se sentó como pudo, en una promiscuidad de fuerza mayor que al menos por una vez contrarió nuestras supersticiones sociales.

En medio del cataclismo, Aminta de Olivella parecía estar en todas partes al mismo tiempo, con el cabello empapado y el vestido espléndido salpicado de fango, pero sobrellevaba la desgracia con la sonrisa invencible que había aprendido de su esposo para no darle gusto a la adversidad. Con la ayuda de las hijas, forjadas en la misma fragua, logró hasta donde fue posible preservar los lugares de la mesa de honor, con el doctor Juvenal Urbino en el centro y el arzobispo Obdulio y Rey a su derecha.

Fermina Daza se sentó junto al esposo, como solía hacerlo, por temor de que se quedara dormido durante el almuerzo o se derramara la sopa en la solapa.

El resto de la mesa quedó completo con las autoridades provinciales y municipales, y la reina de la belleza del año anterior, que el gobernador llevó del brazo para sentarla a su lado. Aunque no era costumbre exigir en las invitaciones un atuendo especial, y menos para un almuerzo campestre, las mujeres llevaban traje de noche con aderezos de piedras preciosas, y la mayoría de los hombres estaban vestidos de oscuro con corbata negra, y algunos con levitas de paño.

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Sólo los de mucho mundo, y entre ellos el doctor Urbino, llevaban sus trajes cotidianos. La señora de Olivella, asustada por los estragos del calor, recorrió la casa suplicando que se quitaran las chaquetas para almorzar, pero nadie se atrevió a dar el ejemplo.

El arzobispo le hizo notar al doctor Urbino que aquel era en cierto modo un almuerzo histórico: allí estaban por primera vez juntos en una misma mesa, cicatrizadas las heridas y disipados los rencores, los dos bandos de las guerras civiles que habían ensangrentado al país desde la independencia. Este pensamiento coincidía con el entusiasmo de los liberales, sobre todo los jóvenes, que habían logrado elegir un presidente de su partido después de cuarenta y cinco años de hegemonía conservadora.

Sin embargo, no quiso contrariar al arzobispo. Aunque le habría gustado señalarle que nadie estaba en aquel almuerzo por lo que pensaba sino por los méritos de su alcurnia, y ésta había estado siempre por encima de los azares de la política y los horrores de la guerra.

Visto así, en efecto, no faltaba nadie. El desastre mayor había sido en la cocina. Perdieron un tiempo de urgencia achicando la cocina inundada e improvisando nuevos fogones en la galería posterior. Pero a la una de la tarde estaba resuelta la emergencia, y sólo faltaba el postre encomendado a las monjas de Santa Clara, que se habían comprometido a mandarlo antes de las once.

Se temía que el arroyo del camino real se hubiera salido de madre, como ocurría en inviernos menos severos, y en ese caso no sería posible contar con el postre antes de dos horas. Tan pronto como escampó abrieron las ventanas, y la casa se refrescó con el aire purificado por el azufre de la tormenta.

Luego ordenaron que la banda ejecutara el programa de valses en la terraza del pórtico, pero sólo sirvió para aumentar la ansiedad, porque la resonancia de los cobres dentro de la casa obligaba a conversar a gritos. El grupo de la escuela de Bellas Artes inició el concierto, en medio de un silencio formal que alcanzó para los compases iniciales de La Chasse de Mozart.

Su poder de concentración disminuía año tras año, hasta el punto de que debía anotar en un papel cada jugada de ajedrez para saber por dónde iba.

Lo había visto en alguna parte, sin duda, pero no recordaba dónde. Estaba a punto de llegar a ese estado cuando un fogonazo caritativo le alumbró la memoria: el muchacho había sido alumno suyo el año anterior. Se sorprendió de verlo allí, en el reino de los elegidos, pero el doctor Olivella le recordó que era el hijo del Ministro de Higiene, Amor en linea en Colcha (La Paz) había venido a preparar una tesis de medicina forense.

El doctor Juvenal Urbino le hizo un saludo alegre con la mano, y el joven médico se puso de pie y le respondió con una reverencia. Pero ni entonces ni nunca cayó en la cuenta de que era el practicante que había estado con él esa mañana en la casa de Jeremiah de Saint-Amour.

El doctor Urbino le sonrió desde la otra orilla del éxtasis, y fue entonces cuando volvió a pensar en lo que ella temía. Se acordó de Jeremiah. Se volvió hacia el arzobispo para darle la noticia del suicidio, pero ya la conocía. Se había hablado mucho de eso después de la misa mayor, e inclusive había recibido una solicitud del coronel Jerónimo Argote, en nombre de los refugiados del Caribe, para que fuera sepultado en tierra consagrada.

Dijo: "La solicitud misma me pareció una falta de respeto". El doctor Urbino le contestó con una palabra correcta que creyó haber inventado en ese instante: gerontofobia. El doctor Urbino no se sorprendió de reconocer sus propios pensamientos en los del discípulo predilecto.

El arzobispo se había escandalizado de que un católico militante y culto se hubiera atrevido a pensar en la santidad de un suicida, pero estuvo de acuerdo con la iniciativa de archivar los negativos. El doctor Urbino se quemó la lengua con la brasa del secreto, pero logró soportarlo sin delatar a la heredera clandestina de los archivos. Dijo: "Yo me encargo de eso". Y se sintió redimido por su propia lealtad con la mujer que había repudiado cinco horas antes.

Fermina Daza lo notó, y le hizo prometer en voz baja que asistiría al entierro. La banda de vientos inició un aire populachero, no previsto en el programa, y los invitados se paseaban por las terrazas en espera de que los hombres del Mesón de don Sancho acabaran de desaguar el patio, por si alguien se animaba a bailar.

Nadie recordaba que lo hubiera hecho antes, salvo con una copa Amor en linea en Colcha (La Paz) vino de gran clase para acompañar un plato muy especial, pero el corazón se lo había pedido aquella tarde, y su debilidad estaba bien recompensada: otra vez, al cabo de tantos y tantos años, tenía ganas de cantar. El doctor Marco Aurelio Urbino Daza y su esposa descendieron muertos de risa, llevando en cada mano una bandeja cubierta con paños de encaje.

Otras bandejas iguales estaban en los asientos suplementarios, y hasta en el piso junto al chofer. Era el postre tardío. Cuando cesaron los aplausos y las rechiflas de burlas cordiales, el doctor Urbino Daza explicó en serio que las clarisas le habían pedido el favor de llevar el postre desde antes de la tormenta, pero Amor en linea en Colcha (La Paz) había devuelto del camino real porque alguien le dijo que se estaba incendiando la casa de sus padres.

El doctor Juvenal Urbino alcanzó a asustarse sin esperar a que el hijo terminara el relato. Pero su esposa le recordó a tiempo que él mismo había ordenado llamar a los bomberos para que cogieran el loro. Aminta de Olivella, radiante, decidió servir el postre en las terrazas, aun después del café.

Pero el doctor Juvenal Urbino y su esposa se fueron sin probarlo, porque apenas había tiempo para que él hiciera su siesta sagrada antes del entierro. La hizo, pero breve y mal, porque de regreso a casa encontró que los bomberos habían causado estragos casi tan graves como los del fuego. Los vecinos habían acudido cuando oyeron la carrpana del camión de bomberos, creyendo que era un incendio, y si no ocurrieron trastornos peores fue porque los colegios estaban cerrados en domingo.

Cuando se dieron cuenta de que no alcanzarían al loro ni con las escaleras añadidas, los bomberos habían empezado a destrozar las ramas a machetazos, y sólo la aparición oportuna del doctor Urbino Daza impidió que lo mutilaran hasta el tronco. Habían dejado dicho que volverían después de las cinco por si los autorizaban a podarlo, y de paso embarraron la terraza interior y la sala, y desgarraron una alfombra Amor en linea en Colcha (La Paz) que era la preferida de Fermina Daza.

Lo despertó la tristeza. Hasta los cincuenta años no había sido consciente del tamaño y el peso y el estado de sus visceras. Por pura experiencia, aunque sin fundamento científico, el doctor Juvenal Urbino sabía que la mayoría de las enfermedades mortales tenían un olor propio, pero ninguno era tan específico como el de la vejez.

De no ser lo que era en esencia, un cristiano a la antigua, tal vez hubiera estado de acuerdo con Jeremiah de Saint-Amour en que la vejez era un estado indecente que debía impedirse a tiempo.

A los ochenta y un años tenía bastante lucidez para darse cuenta de que estaba prendido a este mundo por unas hilachas tenues que podían romperse sin dolor con un simple cambio de posición durante el sueño, y si hacía lo posible para mantenerlas era por el terror de no encontrar a Dios en la oscuridad de la muerte. Fermina Daza se había ocupado de restablecer el dormitorio destruido por los bomberos, y un poco antes de Amor en linea en Colcha (La Paz) cuatro le hizo llevar al esposo el vaso diario de limonada con hielo picado, y le recordó que debía vestirse para ir al entierro.

Leyó despacio, abriéndose camino a través de los meandros de una punta de dolor de cabeza que atribuyó a la media copita de brandy del brindis final. En las pausas de la lectura tomaba un sorbo de limonada, o se demoraba ronzando un pedazo de hielo. Muy pronto dejó de leer, puso el libro sobre el otro, y empezó a balancearse muy despacio en el mecedor de mimbre, contemplando a través de la pesadumbre las matas de guineo en el pantano del patio, el mango desplumado, las hormigas voladoras de después de la lluvia, el esplendor efímero de otra tarde de menos que se iba para siempre.

Había olvidado que una vez tuvo un loro de Paramaribo al que quería como a un ser humano, cuando lo oyó de pronto: "Lorito real". Siguió hablando con él sin perderlo de vista, mientras se puso los botines con mucho cuidado para no espantarlo, y metió los brazos en los tirantes, y bajó al patio todavía enlodado tanteando el suelo con el bastón para no tropezar con los tres escalones de la terraza.

Amor en linea en Colcha (La Paz) loro no se movió. Estaba tan bajo, que le puso el bastón para que se parara en la empuñadura de plata, como era su costumbre, pero el loro lo esquivó.

El doctor Urbino calculó la altura, y pensó que con subir dos travesanos podía cogerlo. Subió el segundo travesano sin dificultad, agarrado de la escalera con ambas manos, y el loro empezó a repetir la canción completa sin cambiar de lugar.

El doctor Urbino agarró el loro por el cuello con un suspiro de triunfo: qa y est. Pero lo soltó de inmediato, porque la escalera resbaló bajo sus pies y él se quedó un instante suspendido en el aire, y entonces alcanzó a darse cuenta de que se había muerto sin comunión, sin tiempo para arrepentirse de nada ni despedirse de nadie, a las cuatro y siete minutos de la tarde del domingo de Pentecostés.

Fermina Daza estaba en la cocina probando la sopa para la cena, cuando oyó el grito de horror de Digna Pardo y el alboroto de la servidumbre de la casa y enseguida el del vecindario. Fue una muerte memorable, y no sin razón. La anterior, cuando él estaba todavía en Europa, había causado la muerte a la cuarta parte de la población urbana en menos de tres meses, inclusive a su padre, que fue también un médico muy apreciado.

El patriarca latino de Jerusalem lo hizo caballero de la Orden del Santo Sepulcro por sus servicios a la Iglesia, y el gobierno de Francia le concedió la Legión de Honor en el grado de comendador. Fue un animador activo de cuantas congregaciones confesionales y cívicas existieron en la ciudad, y en especial de la junta Patriótica, formada por ciudadanos influyentes sin intereses políticos, que presionaban a los gobiernos y al comercio local con ocurrencias progresistas demasiado audaces para la época.

También fue suya la idea del Centro Artístico, que fundó la Escuela de Bellas Artes en la misma casa donde todavía existe, y patrocinó durante muchos años los Juegos Florales de abril.

Sólo él logró lo que había parecido imposible durante un siglo: la restauración del Teatro de la Comedia, convertido en gallera y criadero de gallos desde la Colonia.

Fue la culminación de una campaña cívica espectacular que comprometió a todos los sectores de la ciudad sin excepción, en Amor en linea en Colcha (La Paz) movilización multitudinaria que muchos consideraron digna de mejor causa. Sin embargo, nunca se llegó a los extremos que el doctor Urbino hubiera deseado, que era ver a italianizantes y wagnerianos enfrentados a bastonazo limpio en los intermedios.

El doctor Juvenal Urbino no aceptó nunca puestos oficiales, que le ofrecieron a menudo y sin condiciones, y fue un crítico encarnizado de los médicos que se valían de su prestigio profesional para escalar posiciones políticas.

Se definía a sí mismo como un pacifista natural, partidario de la reconciliación definitiva entre liberales y conservadores para bien de la patria. Sólo dos actos suyos no parecían acordes con esta imagen. Marco Aurelio, el varón, médico como él y como todos los primogénitos de cada generación, no había hecho nada notable, ni siquiera un hijo, pasados los cincuenta años. En Amor en linea en Colcha (La Paz) caso, la tragedia fue una conmoción no sólo entre su gente, sino que afectó por contagio al pueblo raso, que se asomó a las calles con la ilusión de conocer aunque fuera el resplandor de la leyenda.

Un artista de renombre que estaba aquí por casualidad de paso para Europa, pintó un lienzo gigantesco de un realismo patético, en el que se veía al doctor Urbino subido en la escalera y en el instante mortal en que extendió la mano para atrapar al loro. Desde su primer instante de viuda se vio que Fermina Daza no estaba tan desvalida como lo había temido el esposo.

No habría el velorio tradicional de nueve noches: las puertas se cerraron después del entierro y no volvieron a abrirse sino para visitas íntimas. La casa quedó bajo el régimen de la muerte. Todo objeto de valor se había puesto a buen recaudo, y en las paredes desnudas no quedaban sino las huellas de los cuadros descolgados.

A su lado, de luto íntegro, trémula pero muy dueña de sí, Fermina Daza recibió las condolencias sin dramatismo, sin moverse apenas, hasta las once de la mañana del día siguiente, cuando despidió al esposo desde el pórtico diciéndole adiós con un pañuelo.

Su primera reacción fue de esperanza porque tenía los ojos abiertos y un brillo de luz radiante que no le había visto nunca en las pupilas. Pero tuvo que rendirse ante la intransigencia de la muerte. Su dolor se descompuso en una cólera ciega contra el mundo, y aun contra ella misma, y eso le infundió el dominio y el valor para enfrentarse sola a su soledad.

Desde entonces no tuvo una tregua, pero se cuidó de cualquier gesto que pareciera un alarde de su dolor. El doctor Urbino Daza ordenó cerrarlo de inmediato, pues la casa estaba enrarecida por el vapor de tantas flores en el calor insoportable, y él creía haber percibido las primeras sombras moradas en el cuello de su padre.

Florentino Ariza, invisible entre la muchedumbre de notables, sintió una lanza en el costado. Fue él quien puso orden en las cocinas desbordadas para que no faltara el café. Florentino Ariza lo agarró por el cuello sin darle tiempo de gritar alguna de sus consignas insensatas, y lo llevó a la caballeriza en la jaula cubierta.

Así hizo todo, con tanta discreción y tal eficacia, que a nadie se le ocurrió pensar que fuera una intromisión en los asuntos ajenos, sino al con- trario, una ayuda impagable en la mala hora de la casa.

Era lo que parecía: un anciano servicial y serio. Pero cuando empezó a clarear desapareció del velorio por dos horas, y regresó fresco con los primeros soles, bien afeitado y oloroso a lociones de tocador. Se había puesto una levita de paño negro de las que ya no se usaban sino para los entierros y los oficios de Semana Santa, un cuello de pajarita con la cinta de artista en lugar de la corbata, y un sombrero hongo. También llevaba el paraguas, y entonces no sólo por costumbre, pues estaba seguro de que iba a llover antes de las doce, y se Amor en linea en Colcha (La Paz) hizo saber al doctor Urbino Daza por si le era posible anticipar Amor en linea en Colcha (La Paz) entierro.

Lo intentaron, en efecto, porque Florentino Amor en linea en Colcha (La Paz) pertenecía a una familia de navieros y él mismo era presidente de la Compañía Fluvial del Caribe, y esto permitía suponer que entendía de pronósticos atmosféricos. Fueron muy pocos los que llegaron chapaleando en el lodo hasta el mausoleo de la familia, protegido por una ceiba colonial cuya fronda continuaba por encima, del muro del cementerio.

Bajo esa misma fronda, pero en la parcela exterior destinada a los suicidas, los refugiados del Caribe habían sepultado la tarde anterior a Jeremiah de Saint-Amour, y a su perro junto a él, de acuerdo con su voluntad. Florentino Ariza fue uno de los pocos que llegaron hasta el final del entierro. Quedó ensopado hasta la ropa interior, y llegó despavorido a su casa por el temor de contraer una pulmonía al cabo de tantos años de cuidados minuciosos y precauciones excesivas.

Nébel había fijado el 18 de octubre para su casamiento. Le cuesta mucho salir de noche No sale nunca. Otra pausa siguió, pero ésta ya de presagio. Mi padre tampoco lo cree. Hablaré de nuevo con él, si quiere. Haga lo que le parezca No estoy bien. Este sostenía siempre su rotunda oposición a tal matrimonio, y ya el hijo había emprendido las gestiones para prescindir de ella. Después de tres días Nébel decidió concluir de una decidió Amor en linea en Colcha (La Paz) de una vez esa vez con ese estado de cosas, y aprovechó para ello un momento en que Lidia no estaba.

Nébel sintió entonces el fustazo de reacción en la cepa profunda de su familia. Pero no sólo se niega a asistir, sino que tampoco da su consentimiento. Nébel Amor en linea en Colcha (La Paz) levantó: —Usted no Pero ella se había levantado también. María S. Pero si su Lidia en verdad Fue esa noche, y la madre lo recibió con una discreción que asombró a Nébel: sin afabilidad excesiva, ni aire tampoco de pecadora que pide disculpas. Se sentó a su lado, y en balde la madre esperó a que se dijeran algo: no hacían sino mirarse y sonreír.

El también olvidaba lo que fuera en la madre explosión de calumnia, ansia rabiosa de insultar a los que no lo merecen. Después de largo rato la sirvienta entreabrió la ventana. Han ido al Salto a dormir a bordo. Presentía que esta vez no había redención posible. Dio una vuelta manzana, y tornó a detenerse bajo el farol. Hasta las once y media hizo lo mismo. Al fin se fue a su casa y cargó el revólver.

Uníalo con el viejo militar de Guillermo una viva amistad, cimentada sobre largas charlas filosóficas. A la mañana siguiente, muy temprano, Nébel llamaba al pobre cuarto de aquél. La expresión de su rostro era sobrado explícita.

El dibujante, con gran calma, le contó entonces su propio drama de amor. Lidia no había podido menos que escribir, y la pobre chica, trastornada, lloraba todo su amor en la redacción—. Temblando fue hasta el velador y cogió el revólver, pero recordó su nueva promesa, y durante un larguísimo tiempo permaneció allí de pie, limpiando obstinadamente con la uña una mancha del tambor.

Una mujer con lento y difícil paso avanzaba entre los asientos. La dama se sentó a su lado, y al hacerlo miró atentamente a su vecino. Nébel, aunque sentía de vez en cuando la mirada extranjera posada sobre él, prosiguió su lectura; pero al fin se cansó y levantó el rostro extrañado. El cutis amarillo, con tonos verdosos en las sombras, se resquebrajaba en polvorientos surcos. Los pómulos saltaban ahora, y los labios, siempre gruesos, pretendían ocultar una dentadura del todo cariada.

En fin, Boedo, ; departamento Nuestra posición es tan mezquina Prometió ir muy pronto. Doce días después Nébel debía volver al ingenio, y antes quiso cumplir su promesa. La señora de Arrizabalaga lo recibió, mientras Lidia se arreglaba un poco. Y sobre todo Amor en linea en Colcha (La Paz) debe estar puesta su casa Siempre Amor en linea en Colcha (La Paz) hablar de sus cañaverales En Entre Ríos también Si pudiera uno Se calló, echando una Amor en linea en Colcha (La Paz) mirada a Nébel.

Este, con el corazón apretado, revivía nítidas las impresiones enterradas once años en su alma. Pero bella siempre. Su olfato masculino sintió en su cuello mórbido, en la mansa tranquilidad de su mirada, y en todo lo indefinible que denuncia al hombre el amor ya gozado, que debía guardar velado para siempre Amor en linea en Colcha (La Paz) recuerdo de la Lidia que conoció.

Hablaron de cosas muy triviales, con perfecta discreción de personas maduras. Y cuando pienso que en el Amor en linea en Colcha (La Paz) se repondría enseguida Ya sabe que lo he querido como a un hijo No sé lo que digo Amor en linea en Colcha (La Paz) decir Esperó respuesta, pero Nébel permanecía callado.

Ahora había reforzado su insinuación con una lenta con una leve guiñada. Nébel valoró entonces de golpe el abismo en que pudo haber caído antes. Era siempre la misma madre, pero ya envilecida por su propia alma vieja, la morfina y la pobreza.

Y Lidia Al verla otra vez había sentido un brusco golpe de deseo por la mujer actual de garganta llena y ya estremecida. Ante el tratado comercial que le ofrecían, se echó en brazos de aquella rara conquista que le deparaba el destino. Octavio nos invita a pasar una temporada en su establecimiento. Lidia tuvo una fugitiva contracción de cejas y recuperó su serenidad. Somos casi de su familia Lidia volvió entonces los ojos a Nébel, y lo miró un Amor en linea en Colcha (La Paz) con dolorosa gravedad.

De este modo presentó sus acompañantes a la fiel nativa como una tía anciana y su hija, que venían a recobrar la salud perdida. Lidia, ponte delante.

Diccionario gitano/Vocabulario caló-castellano

La hija, tranquilamente, ocultó un poco a su madre, y Nébel oyó el crujido de la ropa violentamente recogida para pinchar el muslo. Me siento bien. Antes morir aquí mismo. Pero al caer la tarde, y a ejemplo de las fieras que empiezan a esa hora a afilar las empiezan a esa hora a afilar las garras, el celo de varón comenzó a relajarle la cintura en lasos escalofríos.

Comieron temprano, pues la madre, quebrantada, deseaba acostarse de una vez. No hubo tampoco medio de que tomara exclusivamente leche. No la puedo pasar. Lidia no pestañeó. Había hablado con Nébel pocas palabras, y sólo al fin del café la mirada de éste se clavó en la de ella; pero Lidia bajó la suya enseguida. Cuatro horas después Nébel abría sin ruido la puerta del cuarto Lidia. Un movimiento de ropas, como Amor en linea en Colcha (La Paz) de una persona que se sienta bruscamente en la cama, siguió a sus palabras, y el silencio reinó de nuevo.

Pero cuando la mano de Nébel tocó en la oscuridad un brazo fresco, el cuerpo tembló entonces en una honda sacudida. Ella a su vez recordaría Lidia misma tenía bastante qué hacer cuidando a su madre, postrada al fin. Como no había posibilidad de reconstruir lo ya podrido, y aun a trueque del peligro inmediato que ocasionara. Nébel pensó en suprimir la morfina. Pero se abstuvo una mañana que, entrando bruscamente en el comedor, sorprendió a Lidia que se bajaba precipitadamente las faldas.

Tenía en la mano la jeringuilla, y fijó en Nébel su mirada espantada. Sin embargo, como la madre repetía sus inyecciones con una frecuencia terrible para ahogar los dolores de su riñón que la morfina concluía de matar, Nébel se decidió a intentar la salvación de aquella desgraciada, sustrayéndole la droga. Los médicos me habían dicho Él la miró fijamente. Lidia se puso blanca, y mirando afuera ahogó un sollozo mordiéndose los labios. Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.

Quieta los ojos a él. A las diez de la noche, Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel. Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente Amor en linea en Colcha (La Paz) y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena: —Pla Hace un rato sentí ruido Seguramente lo fue a buscar a tu cuarto cuando no estabas Al rato los labios callaron su pla A la una de la mañana murió.

Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje. Lidia se estremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero él sostuvo la mirada. Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel entonces se inclinó sobre ella. No me juzgues peor de lo que soy. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió la mano, que Nébel retuvo un momento en silencio.

Luego, sin soltarla, recogió a Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca. El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía. Pero Lidia no se asomó. Cansado de la agitación de ese día, me quedé en mi butaca, muy contento de mi soledad. Volví la cabeza a la sala, y detuve enseguida los ojos en un palco bajo. Evidentemente, un matrimonio. Él, un marido cualquiera, y tal Amor en linea en Colcha (La Paz) por su mercantil vulgaridad y la diferencia de años con su mujer, menos que cualquiera.

Comenzó el segundo acto. Se miraron fijamente, insistentemente, aislados del mundo en aquella recta paralela de alma a alma que los mantenía inmóviles. Durante el tercero, mi vecino no volvió un instante la cabeza. Pero antes de concluir aquél, salió por el pasillo lateral. Miré al palco, y ella también se había retirado. Es menester vivir, y usted es muy muchacho No; la escena que vuelve como una pesadilla, los personajes que sufren la alucinación de una dicha muerta, es otra cosa Usted asistió al preludio de una de esas repeticiones Sí, ya sé que se acuerda No nos conocíamos con usted entonces Pero juzga mal lo que vio y creyó un acto mío feliz Y segundo, porque usted, mi joven amigo, es perfectamente incapaz de pretenderla, Amor en linea en Colcha (La Paz) de lo que va a oír.

Óigame: La conocí hace diez años, y durante los seis meses que fui su novio hice cuanto estuvo en mí para que fuera mía. Por esto cedió un día, y desde ese instante mi amor, privado de tensión, se enfrió.

Nuestro ambiente social era distinto, y mientras ella se embriagaba con la dicha de poseer mi nombre, yo vivía en una esfera de mundo donde me era inevitable Amor en linea en Colcha (La Paz) con muchachas de apellido, fortuna, y a veces muy lindas.

Una de ellas llevó conmigo el flirteo bajo parasoles de garden party a un extremo tal, que me exasperé y la pretendí seriamente. Pero si mi persona era interesante para esos juegos, mi fortuna no alcanzaba a prometerle el tren necesario, y me lo dio a entender claramente.

Tenía razón, perfecta razón. Y esta vez no fui yo quien se exasperó. Seguro, pues, del triunfo, pensé entonces en el modo de romper con Inés. Continuaba viéndola, y aunque no podía ella engañarse sobre el amortiguamiento de mi pasión, su amor era demasiado grande para no iluminarle Amor en linea en Colcha (La Paz) ojos de felicidad cada vez que me veía llegar.

Al fin apartó los ojos contraídos y entramos en la sala. La madre vino, pero sintiendo cielo de tormenta, estuvo sólo un momento y desapareció. Inés se inclinó, me apartó la mano de la cara y me clavó los ojos, dolorosos de angustioso examen. Esta vez bastaba. Pero un momento después su cara caía de costado bajo el brazo crispado al respaldo. Pero yo tampoco te he hecho nada a ti Era una despedida.

Yo iba a romper, y se me adelantaban. El amor propio, el vil amor propio tocado a vivo, me hizo responder. Me voy. No comprendió, y me miró con extrañeza. Es decir: te hice el honor de ser tu amante, y debes estarme agradecida.

Entonces, en ese instante en que crucé la galería, sentí intensamente lo que acababa de hacer. Aspiración de lujo, matrimonio encumbrado, todo me resaltó como una llaga en mi propia alma.

Sin darme cuenta casi, me detuve. Mi voz no era ya la de antes. Padilla se detuvo. Salí enseguida de Buenos Aires sin ver casi a nadie, y menos a mi flirt de gran fortuna Volví a los ocho años, y supe entonces que se había casado, a los seis meses de haberme ido yo. Torné a alejarme, y hace un mes regresé, bien tranquilizado ya, y en paz. No había vuelto a verla. Era para mí como un primer amor, con todo el encanto dignificante que un idilio virginal tiene para el hombre hecho que después amó cien veces Hasta que una noche tropecé con ella.

Sí, esa misma noche en el teatro Comprendí, al ver al opulento almacenero de su marido, que se había Amor en linea en Colcha (La Paz) en el matrimonio, como yo al Ucayali Hice lo humanamente posible para olvidar, me rompí las muelas tratando de concentrar todo mi pensamiento en la escena. Pero la prodigiosa partitura de Wagner, ese grito de pasión enfermante, encendió en llama viva lo que quería olvidar. Ella también sufría la sugestión de Wagner, y me miraba. Pasé, la puerta del palco estaba abierta, y me detuve enloquecido.

Sentí que el destino me colocaba en un momento decisivo. Y como diez años antes, los sollozos redoblaron, y como entonces me respondió bajo sus brazos: —No, no Trabajaba para las grandes casas, siendo su especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos como las suyas para los engarces delicados. Pero a los treinta y cinco años proseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana. Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barba negra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada.

Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a sus vecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim. Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingos trabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento.

Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía sus chispas de brillante. Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacer amar a la esposa las tareas del artífice, siguiendo con artífice ardor las íntimas delicadezas del engarce.

Se probaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba por ahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oír sus sollozos, y la hallaba en cama, sin querer escucharlo.

Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente en su banco. Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos. Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y Amor en linea en Colcha (La Paz) mujer tenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con los labios apretados.

No es una diadema sorprendente Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba. Seguía el trabajo con loca hambre que concluyera de una vez, y apenas aderezaba la alhaja, corría con ella al espejo. Cuando se traspasa cierto límite de respeto al varón, la mujer puede llegar a decir a su marido cosas increíbles. La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lo menos a la que sentía por los brillantes.

Amor en linea en Colcha (La Paz)

Una tarde, al guardar sus joyas, Kassim notó la falta de un prendedor —cinco mil pesos en dos solitarios—. Buscó en sus cajones de nuevo. Lo dejé aquí. María se rió.

Es mío. Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él. Kassim se demudó. Podrían verte. Perderían toda confianza en mí. Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantó de la cama y fue a guardarla en su taller bajo llave. Cuando volvió, su mujer estaba sentada en el lecho. Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.

No he visto otra igual. Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobre el solitario. Un alfiler. Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillante ante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.

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Es un trabajo urgente. Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón. El solitario, violentamente arrancado del cuello, rodó por el piso. Tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, en plena crisis de nervios. Su cabellera se había soltado, y los ojos le salían de las órbitas.

Pero cuando Kassim se iba, saltó de la cama y cayó de pecho, alcanzando a cogerlo de un botín. Kassim la ayudó a levantarse, lívido. Después hablaremos La crisis de nervios retornó. María se levantó a comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre con ella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente. No es nada.

Su mujer, con las mejillas entre las manos, lo siguió con la vista. No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vio luz en el taller; su marido continuaba trabajando. Una hora después Kassim oyó un alarido. Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dos de la madrugada Kassim pudo dar por terminada su tarea: el brillante resplandecía firme y varonil en su engarce.

Con paso silencioso fue al dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en la blancura helada de su pecho y su camisón. Fue al taller y volvió de nuevo. Su mujer no lo sintió. No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una dureza de piedra, y suspendiendo un instante la joya a flor del seno desnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfiler entero en el corazón de su mujer. Kassim esperó un momento; y cuando el solitario quedó por fin perfectamente inmóvil, se retiró cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

Si de día el peligro es menor, de noche el buque no se ve ni hay advertencia posible: el choque se lleva a uno y otro. Estos buques abandonados por a o por b, navegan obstinadamente a favor de las corrientes o del viento; si tienen las velas desplegadas. Recorren así los mares, cambiando caprichosamente de rumbo. No pocos de los vapores que un buen día no llegaron a puerto, han tropezado en su camino con uno de estos buques silenciosos que viajan por Amor en linea en Colcha (La Paz) cuenta.

Siempre hay probabilidad de hallarlos, a cada minuto. Por ventura las corrientes suelen enredarlos en los mares de sargazo. Así, hasta que poco a poco se van deshaciendo. El principal motivo de estos abandonos de buque son sin duda las tempestades y los incendios que dejan a la deriva negros esqueletos errantes. Pero hay otras causas singulares entre las que se puede incluir lo acaecido al María Margarita, que zarpó de Nueva York el 24 de agosto dey que el 26 de mañana se puso al habla con una corbeta, sin acusar novedad alguna.

En el buque no había nadie. Las camisetas de los marineros se secaban a proa. Y faltaban todos. Las chicas nerviosas prestaban sin querer inquieto oído a la ronca voz de los marineros en proa. Todos se rieron, y la joven hizo lo mismo, un poco cortada. Felizmente un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo, y hablando poco. Al fin desprendimos una Amor en linea en Colcha (La Paz) a bordo no se halló a nadie, todo estaba también en perfecto orden.

Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos en conserva. Al anochecer aquél nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto Amor en linea en Colcha (La Paz) de su lugar.

El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas a bordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la mayoría cantaba ya. A las cuatro, la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso.

Uno se sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo.

Un momento después dejó la camiseta en el rollo, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir ruido, los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. Al rato otro se desperezó, restregóse los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban en el hombro.

El viejo marinero que me había hecho la pregunta Amor en linea en Colcha (La Paz) miró desconfiado, con las manos en los bolsillos. Miró largo rato mi pantalón, distraído. Al fin se tiró al agua. Se sentaron en la borda, silbando despacio, con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro.

Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo moroso que flotaba en el buque. Esto es todo.

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Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable curiosidad. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre, que noche a noche se ahorcaban. Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió.

Poco después el narrador se retiraba a su camarote. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso, y se hubiera tirado también al agua.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó sangre el machete de la cintura. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contemplo. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violeta, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo, y siguió por la picada hacia su rancho. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violetas Amor en linea en Colcha (La Paz) ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero.

La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. El hombre quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—, dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo.

El bienestar avanzaba y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. Acaso viera también a su ex patrón, míster Dougald, y al recibidor del obraje. El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre.

Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. Tal vez no, no tanto. Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. Y la respiración Al recibidor de maderas de míster Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo Sí, o jueves Y cesó de respirar. Este cerraba el horizonte, a doscientos metros, por tres lados de la chacra.

Hacia el oeste, el campo se ensanchaba y extendía en abra, pero que la ineludible línea sombría enmarcaba a lo lejos. A esa hora temprana, el confín, ofuscante de luz a mediodía, adquiría reposada nitidez. No había una nube ni un soplo de viento. Bajo la calma del cielo plateado, el campo emanaba tónica frescura que traía al alma pensativa, ante la certeza de otro día de seca, melancolías de mejor compensado trabajo.

Milk, el padre del cachorro, cruzó a su vez el patio y se sentó al lado de aquél, con perezoso quejido de bienestar. Ambos permanecían inmóviles, pues aun no había moscas. Old, que miraba hacía rato la vera del monte, observó: —La mañana es fresca. Milk siguió la mirada del cachorro Amor en linea en Colcha (La Paz) quedó con la vista fija, parpadeando distraído.

Volvieron la vista indiferente a un buey que pasaba, y continuaron mirando por costumbre las cosas. Entretanto, el oriente comenzaba a empurpurarse en abanico, y el horizonte había perdido ya su matinal precisión.

Milk cruzó las patas delanteras y al hacerlo sintió leve dolor. Miró sus dedos sin moverse, decidiéndose por fin a olfatearlos. El día anterior se había sacado un pique, y en recuerdo de lo que había sufrido lamió extensamente el dedo enfermo.

Y repuso por su cuenta, después de largo rato: —Hay muchos piques. Uno y otro callaron de nuevo, convencidos. El sol salió; y en el primer baño de su luz, las pavas del monte lanzaron al aire puro el tumultuoso trompeteo de su charanga.

Los perros, dorados al sol oblicuo, entornaron los ojos, dulcificando su molicie en beato pestañeo. Los cinco fox—terriers, tendidos y beatos de bienestar, durmieron. Al cabo de una hora irguieron la cabeza; por el lado opuesto del bizarro rancho de dos pisos —el inferior de barro y el alto de madera, con corredores y baranda de chalet—, habían sentido los pasos de su dueño que bajaba la escalera.

Míster Jones, la toalla al hombro, se detuvo un momento en la esquina del rancho y miró e1 sol, alto ya. Mientras se lavaba, los perros se acercaron y le olfatearon las botas, meneando con pereza el rabo. Como las fieras amaestradas, los perros conocen el menor indicio de borrachera en su amo. Pero el calor creciente les hizo presto abandonar aquél, por la sombra de los corredores. El día avanzaba igual a los precedentes de todo ese mes; seco, límpido, con catorce horas de sol calcinante que parecía mantener el cielo en fusión, y que en un instante resquebrajaba la tierra mojada en costras blanquecinas.

Míster Jones Amor en linea en Colcha (La Paz) a la chacra, miró el trabajo del día anterior y retornó al rancho. En toda esa mañana no hizo nada. Almorzó y subió a dormir la siesta. Los peones volvieron a las Amor en linea en Colcha (La Paz) a la carpición, no obstante la hora de fuego, pues los yuyos no dejaban el algodonal. Cada perro se echó bajo un algodonero, acompañando con su jadeo los golpes sordos de la azada. Entretanto el calor crecía. En el paisaje silencioso y encegueciente de sol, el aire vibraba a todos lados, dañando la vista.

La tierra removida exhalaba vaho de horno, que los peones soportaban sobre la cabeza, envuelta hasta las orejas en el flotante pañuelo, con el mutismo de sus trabajos de chacra. Tendíanse a lo largo, pero la fatiga los obligaba a sentarse sobre las patas traseras para respirar mejor. Allí, el cachorro vio de pronto a míster Jones sentado sobre un tronco, que lo miraba fijamente. Old se puso en pie meneando el rabo. El cachorro, incrédulo, fue a avanzar, pero Prince le mostró los dientes: —No es él, es la Muerte.

El cachorro se erizó de miedo y retrocedió al grupo. Los otros, sin responderle, rompieron a ladrar con furia, siempre en actitud en actitud temerosa. Pero míster Jones se desvanecía ya en el aire ondulante. Los fox—terriers volvieron al paso al rancho. Pasaron el resto de la tarde al lado de su patrón, sombríos y Amor en linea en Colcha (La Paz). Al menor ruido gruñían, sin saber hacia dónde. Por fin el sol se hundió tras el negro palmar del arroyo, y en la calma de la noche plateada, los perros se estacionaron alrededor del rancho, en cuyo piso alto míster Jones recomenzaba su velada de whisky.

A medianoche oyeron sus pasos, luego la caída de las botas en el piso de tablas, y la luz se apagó. Lloraban en coro, volcando sus sollozos convulsivos y secos, como masticados, en un aullido de desolación, que la voz cazadora de Prince sostenía, mientras los otros tomaban el sollozo de nuevo.

El cachorro sólo podía ladrar. La noche avanzaba, y los cuatro perros de edad, Amor en linea en Colcha (La Paz) a la luz de la luna, el hocico extendido e hinchado de lamentos —bien alimentados y acariciados por el dueño que iban a perder—, continuaban llorando a lo alto su doméstica miseria. A la mañana siguiente míster Jones fue él mismo a buscar las mulas y las unció a la carpidora, trabajando hasta las nueve.

No estaba satisfecho, sin embargo. Alzó la cabeza al sol fundente de mediodía, e insistió en que galopara ni un momento. Almorzó enseguida y subió. Los perros, que en la mañana no habían dejado un segundo a su patrón, se quedaron en los corredores. La siesta pesaba, agobiada de luz y silencio.

Todo el contorno estaba brumoso por las quemazones. Alrededor del rancho la tierra blanquizca del patio deslumbraba por el sol a plomo, parecía deformarse en trémulo hervor, que adormecía los ojos parpadeantes de los fox—terriers.

Incitado por la evocación, el cachorro se puso en pie y ladró, buscando a qué. Una gallina, el pico abierto y las alas apartadas del cuerpo, cruzó el patio incandescente con su pesado trote de calor.

Prince la siguió perezosamente con la vista, y saltó de golpe. Por el norte del patio avanzaba solo el caballo en que había ido el peón. Los perros se arquearon sobre las patas, ladrando con furia a la Muerte que se acercaba.

El caballo caminaba con la cabeza baja, aparentemente indeciso sobre el rumbo que debía seguir. Al pasar frente al rancho dio unos cuantos pasos en dirección al pozo, y se desvaneció progresivamente en la cruda luz. Míster Jones bajó: no tenía sueño. Disponíase a proseguir el montaje de la carpidora, cuando vio llegar inesperadamente al peón a caballo.

A pesar de su orden, tenía que haber galopado para volver a esa hora. Apenas libre y concluida su misión, el pobre caballo, en cuyos ijares era imposible contar los latidos, tembló agachando la cabeza, y cayó de costado.

Míster Jones mandó a la chacra, todavía de sombrero y rebenque, al peón para no echarlo si continuaba oyendo sus jesuíticas disculpas. Pero los perros estaban contentos. La Muerte, que buscaba a su patrón, se había conformado con el caballo.

Sentíanse alegres, libres de preocupación, y en consecuencia disponíanse a ir a la chacra tras el peón, cuando oyeron a míster Jones que le gritaba, pidiéndole el tornillo.

No había Amor en linea en Colcha (La Paz) el almacén estaba cerrado, el encargado dormía, etc. Míster Jones, sin replicar, descolgó su casco y salió él mismo en busca del Amor en linea en Colcha (La Paz). Resistía el sol como un peón, y el paseo era maravilloso contra su mal humor. Los perros salieron con él, pero se detuvieron a la sombra del primer algarrobo; hacía demasiado calor.

Míster Jones obtuvo su tornillo y volvió. Para acortar distancia, desde luego, evitando la polvorienta curva del camino, marchó en línea recta a su chacra. Llegó al riacho y se internó en el pajonal, el diluviano pajonal del Saladito, que ha crecido, secado y retoñado desde que hay paja en el mundo, sin conocer fuego. Las matas, arqueadas en bóveda a la altura del pecho, se entrelazan Amor en linea en Colcha (La Paz) bloques macizos.

La tarea de cruzarlo, seria ya con día fresco, era muy dura a esa hora. Míster Jones lo atravesó, sin embargo, braceando entre la paja restallante y polvorienta por el barro que dejaban las crecientes, ahogado de fatiga y acres vahos de nitratos.

Salió por fin y se detuvo en la linde; pero era imposible permanecer quieto bajo ese sol y ese cansancio. Marchó de nuevo. El cielo estaba blanco y no se sentía un soplo de viento. El aire faltaba, con angustia cardíaca que no permitía concluir la respiración. Míster Jones adquirió el convencimiento de que había traspasado su límite de resistencia.

Desde hacía rato le golpeaba en los oídos el latido de las carótidas. Se marcaba mirando el pasto. Apresuró la marcha para acabar con eso de una vez Y de pronto volvió en sí y se halló en distinto paraje: había caminado media cuadra sin darse cuenta de nada. Entretanto, los perros seguían tras él, trotando con toda la lengua de fuera. A veces, asfixiados, deteníanse en la sombra de un espartillo; se sentaban precipitando su jadeo, para volver enseguida al tormento del sol.

Al fin, como la casa estaba ya próxima, apuraron el trote. Fue en ese momento cuando Old, que iba adelante, vio tras el alambrado de la chacra a míster Jones, vestido de blanco, que caminaba hacia ellos. Vieron que míster Jones atravesaba el alambrado y, por un instante creyeron que se iba a equivocar; pero al llegar a cien metros se detuvo, miró el grupo con sus ojos celestes, y marchó adelante. En efecto, Amor en linea en Colcha (La Paz) otro, tras breve hesitación, había avanzado, pero no directamente sobre ellos como antes, sino en línea oblicua y en apariencia errónea, pero que debía llevarlo justo al encuentro de míster Jones.

Los perros comprendieron que esta vez todo concluía, porque su patrón continuaba caminando a igual paso, como un autómata, sin darse cuenta de nada. El otro llegaba ya. Los perros hundieron el rabo y corrieron de costado, aullando.

Pasó un segundo, y el encuentro se produjo. Míster Jones se detuvo, giró sobre sí mismo y se desplomó. Los indios se repartieron los perros, que vivieron en adelante flacos y sarnosos, e iban todas las noches con hambriento sigilo a robar espigas de maíz en las chacras ajenas.

El formidable cerco, de capuera — desmonte que ha rebrotado inextricable—, no permitía paso ni aun a la cabeza del caballo. Evidentemente no era por allí por donde el malacara pasaba. Prometíase aquél entonces no abandonar un instante a su compañero, y durante algunas horas, en efecto, la pareja pastaba en admirable conserva. La cosa era muy simple: el malacara, cruzando un día el chircal, había hallado la brecha abierta en el monte por un incienso desarraigado.

Del bosque no quedaba en verdad sino una franja de doscientos metros de ancho. Tras él, una capuera de dos años se empenachaba de tabaco salvaje. Y ambos, pasando la cabeza sobre el hilo superior, contemplaron atentamente.

Desde allí se veía un alto pastizal de viejo rozado, blanco por la helada; un bananal y una plantación nueva. Todo ello poco tentador, sin duda; pero los caballos entendían ver eso, y uno tras otro siguieron el alambrado a la derecha.

Atravesaron la blancura del pasto helado en que sus pasos no sonaban, y bordeando el rojizo bananal, quemado por la escarcha, vieron entonces de cerca qué eran aquellas plantas nuevas. La decepción pudo haber sido grande; mas los caballos, si bien golosos, aspiraban sobre todo a pasear. De modo que cortando oblicuamente el yerbal prosiguieron su camino, hasta que un nuevo alambrado contuvo a la pareja. Ahora bien, para los caballos, aquello que acababan de hacer tenía todo el aspecto de una proeza.

Del potrero aburridor a la libertad presente, había infinita distancia. El día, en verdad, la favorecía. Desde la loma cuya cumbre ocupaban en ese momento los dos caballos, el camino de tierra colorada cortaba el pasto delante de ellos con precisión admirable, descendía al valle blanco de espartillo helado, para tornar a subir hasta el monte lejano.

Seguían así, solos y gloriosos de libertad en el camino encendido de luz, hasta que al doblar una punta de monte vieron a orillas del camino cierta extensión de un verde inusitado. Sin duda. Mas en pleno invierno Y con las narices dilatadas de gula, los caballos acercaron al alambrado.

Y entrarían ellos, los caballos libres! Las vacas estaban inmóviles, mirando fijamente el verde paraíso inalcanzable. Desde hace un mes pasamos por todas partes. Con el fulgor de su aventura, los caballos habían perdido sinceramente el sentido del tiempo. Las vacas no se dignaron siquiera mirar a los intrusos. Dicen eso y no pasan por ninguna parte. Nosotras sí pasamos por todas partes. Yo vivía en las capueras y pasaba. Nosotras pasamos y ustedes no pueden.

La vaquillona movediza intervino de nuevo: —El patrón dijo el otro día: a los caballos con un solo hilo se los contiene.

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Al honrado malacara, sin embargo, se le ocurrió de pronto que las vacas, atrevidas y astutas, impertinentes invasoras de chacras y el Código Rural, tampoco pasaban la tranquera. Corre los palos con los cuernos. Nosotras pasamos después. De pronto las vacas se removieron mansamente: a lento paso llegaba el toro. Y ante aquella chata y obstinada frente dirigida en tranquila recta a la tranquera, los caballos comprendieron humildemente su inferioridad.

Los caballos levantaron las orejas, admirados, pero la tranca no corrió. Una tras otra, el toro probó sin resultado su esfuerzo inteligente: el chacarero, dueño feliz de la plantación de avena, había asegurado la tarde anterior los palos con cuñas. Volviéndose con pereza, olfateó a lo lejos entrecerrando los ojos, y costeó luego el alambrado, con ahogados mugidos sibilantes.

Desde la tranquera, los caballos y las vacas miraban. Pero a las vacas falta evidentemente la decisión masculina de permitir en la piel sangrientos rasguños, y apenas introducían el cuello, lo retiraban presto con mareante cabeceo. Los caballos miraban siempre. Come mucho. Y la pareja se dirigía a su vez a costear el alambrado por la fuerza de la costumbre, cuando un mugido claro Amor en linea en Colcha (La Paz) berreante ahora, llegó hasta ellos: dentro del avenal el toro, con cabriolas de falso ataque, bramaba ante el chacarero que con un palo trataba de alcanzarlo.

Te voy a dar saltitos Barigüí, siempre danzando y berreando ante el hombre, esquivaba los golpes. Maniobraron así cincuenta metros, hasta que el chacarero pudo forzar a la bestia contra el alambrado. Pero ésta, con la decisión con la decisión pesada y bruta de bruta de su fuerza, hundió la cabeza entre los hilos y pasó, bajo un agudo violineo de alambre y grampas lanzadas a veinte metros.

Vieron también que saltaba el alambrado y se encaminaba en dirección de ellos, por lo cual los compañeros, ante aquel paso que avanzaba decidido, retrocedieron por el camino en dirección a su chacra. Es evidente, por lo que de ella se desprende, que el hombre había sufrido lo indecible con el toro del polaco. Se deduce también que los vecinos estaban hartos de la bestia y de su dueño, por los incesantes destrozos de aquélla.

Pero como los pobladores de la región difícilmente denuncian al Juzgado de Paz perjuicios de animales, por duros que les sean, el toro proseguía comiendo en todas partes menos en la chacra de su dueño, el cual, por otro lado, parecía divertirse mucho con esto. De este modo, los caballos vieron y oyeron al irritado chacarero y al polaco cazurro. Acaba de pisotearme toda la avena.

El polaco, alto y de ojillos azules, hablaba con agudo y meloso falsete. Pero no va a pasar. El chacarero se fue. Los caballos reemprendieron de nuevo el camino que los alejaba de su chacra, y un rato después llegaban al lugar en que Barigüí haba Amor en linea en Colcha (La Paz) su hazaña.

La bestia estaba allí siempre, inmóvil en medio del camino, mirando con solemne vaciedad de ideas desde hacía un cuarto de hora, un punto fijo a la distancia. Pero cuando los pobres caballos pasaron por el camino, ellas abrieron los ojos, despreciativas: —Son los caballos. Querían pasar el alambrado. Y tienen soga. Después pasamos nosotras. Ustedes no pasan. Lo dijo el hombre. Vieron en el camino al chacarero que cambiaba todos los postes de su alambrado, y a un hombre rubio que, detenido a su lado a caballo, lo miraba trabajar.

El caballo va al trote, y el hombre al galope Ocupaban en ese momento la cima de la loma, como esa mañana. El viento había cesado por completo, y con la calma del atardecer, en que el termómetro comenzaba a caer velozmente, el valle helado expandía su penetrante humedad, que se condensaba en rastreante neblina en el fondo sombrío de las vertientes.

Los caballos entraron por el portón de su chacra, pues el muchacho, que hacía sonar el cajoncito de maíz, había oído su ansioso trémulo.


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Adobe Audition admite plugins de audio de 64 bits de terceros en VST 2. Nota: los plugins de síntesis de instrumentos virtuales y VSTi no son compatibles en este momento.

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